Cuentos con moraleja: "Un buen ejemplo"
Hace años, cuando yo era adolescente, recuerdo que mi abuelo me solía contar historias que habían ocurrido en mi pueblo natal en los tiempos de la Guerra Civil Española; aunque yo me imagino que estas historias eran contadas por la gran mayoría de abuelos de esa época en España.
Fueron años muy difíciles para cualquier cristiano que quisiera mantenerse fiel a su fe. Yo mismo tuve un tío sacerdote a quienes los milicianos le cortaron una pierna. Mi padre me contaba las miles de cosas que tuvieron que hacer para ocultar a unas monjas de la caridad que había en mi pueblo en unas bodegas de mi casa.Tabién me contaba que tenían que evitar cualquier manifestación de culto público, o lo que tenían que hcer para paliar el hambre… Cosas que ahora pueden sonar a “cuentos”, pero que fueron totalmente reales. Cosas que hicieron sufrir a todo un pueblo, pero que al mismo tiempo reforzaron su fe, le ayudaron a agarrarse a la cruz de Cristo y vivir siempre preparados, pues nunca podían saber si el nuevo día que alboreaba sería el último de su existencia.
Recuerdo también historias de sacerdotes y religiosas que eran metidos en barriles de vino y echados a rodar por las laderas de un monte que hay detrás de mi pueblo, mientras los milicianos iban disparando tiros a mansalva para ver quién conseguía matar al que iba dentro rodando antes de que el barril se desplomara por el acantilado.
Siempre me gustó leer libros sobre la Guerra Civil Española para así no olvidar a los mártires de nuestro pasado y al mismo tiempo aprender de los errores de nuestra historia con el fin de no volverlos a cometer. Como reza la frase que según parece dijo Cicerón: “El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla”.
Según cuentan en un libro que leí hace unos años, un sacerdote fue atrapado “in fraganti” mientras daba los últimos sacramentos a un soldado caído en el frente. Este sacerdote fue llevado a la cárcel del pueblo; y sin ningún tipo de juicio, una mañana bien temprano fue puesto en el paredón ante varios milicianos dispuestos a acabar con su vida. Atado de manos y medio desnudo, fue llevado al patio interior de la cárcel, donde los fusilamientos se hacían casi a diario. En esto que uno de los soldados le preguntó por su última voluntad y el sacerdote respondió que le gustaría que le desataran las manos antes de morir. Así lo hicieron. Pero cuando estaba ya el pelotón con las armas dispuestas para abrir fuego, el sacerdote levantó la mano derecha y comenzó a decir en latín: “Benedicat vos omnipotens Deus, Pater…” mientras hacía el gesto de la bendición. Cuando estaba haciendo esto, un miliciano, que llevaba un machete tremendo se acercó al pobre curita y entre insultos y risas le cortó las dos manos. El pelotón se dispuso de nuevo a arrebatarle la vida, cuando el sacerdote, ahora ya sin manos, levantó los dos muñones de brazos que le habían quedado y disponiéndolos en forma de cruz recibió seis o siete disparos que acabaron con su vida.
Entre tanto odio, una vez más triunfó el amor y el perdón. El Señor fue el primero que nos enseñó a amar así: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” Si otros han sido capaces de perdonar, ¿por qué no nosotros? Si no nos sentimos con fuerza para perdonar de corazón, puede que nos falte aquello que Cristo, este sacerdote y todos los mártires sí tuvieron: un profundo y auténtico amor a Dios.