Cuentos con moraleja: "¡Hola! Soy tu ángel de la guarda"
¡Hola! Soy un ángel de la guarda. Todos sabéis cuál es mi misión, ¿verdad? Los ángeles de la guarda somos vuestros amigos y estamos siempre a vuestro lado. Cada niño tiene su ángel de la guarda. Y como hacéis muchas travesuras, ¡hemos de trabajar de firme para que no os suceda nada malo!
Cuando decís ¡Por poco me caigo!, pero no os habéis caído, ha sido vuestro ángel de la guarda quien os ha dado la mano. Cuando os cuesta mucho hacer alguna obra buena, y sin embargo, la hacéis, ha sido vuestro ángel quien os ha animado. No nos distraemos nunca. Aunque no nos veáis, siempre os cuidamos, pase lo que pase.
Como podéis imaginar, los ángeles sabemos muchas cosas: ¡hemos acompañado a tantos niños! Nos gusta mucho contarlas, sobre todo cuando son cosas buenas.
A mí me ha tocado en suerte ser el guardián de Miguel. Sus amigos dicen que Miguel tiene madera de capitán. ¿Sabéis lo que quiere decir eso? Pues que Miguel es un niño con muchas ideas y que les convence siempre a los demás. Tarde o temprano, todos hacen lo que él quiere.
¡Figuraos lo orgulloso que estoy! Ser el ángel de un futuro capitán, ¡casi nada!
Pero esto también tiene sus inconvenientes… Porque mientras a Miguel se le ocurren buenas ideas o arrastra a sus amigos a juegos normales, todo va bien. Pero, ¿y cuándo se le ocurren juegos peligrosos o travesuras? ¡Entonces, todos le siguen igualmente! Y son cinco o seis niños haciendo la misma imprudencia; ¡qué desastre!
Ya veis si debo estar alerta con Miguel. Mi misión es muy difícil. Porque, al menor descuido mío, puede suceder algún estropicio grande. Pero no temáis: yo nunca me descuido.
Estaba el ángel de Miguel contándonos estas cosas, cuando Miguel, en presencia de sus amigos de travesuras, levantó la voz y les dijo:
—¿No sabéis? Enrique se ha puesto enfermo.
Enrique es el bromista del grupo. ¡Cómo hace reír a sus amigos! Cuando falta él, parece que todo sea mucho más pesado: la clase, los juegos… Todos le quieren mucho.
—¡Qué lástima! —exclamó Pedro tibiamente.
—Sí, ¡qué lástima! —repitió Luis.
A pesar del cariño que decían profesarle, no se les ocurrió hacer nada por él. Más que pensar en su amigo enfermo, pedir por él o ir a visitarle, lo único que les vino más bien a la mente fue:
—¡Qué lástima! Nos hemos quedado sin chistes y sin risas hasta que se ponga bueno.
Eso fue lo único que se les ocurrió; y ojalá se pusiera bueno pronto, pues yo también me lo paso muy bien con él.
Como de costumbre, Miguel tuvo que tomar la iniciativa:
—¡Tenemos que ir a verle! —decidió.
Siguió un silencio. Sus compañeros le miraron, no muy convencidos.
—¡Qué lata! —protestó Luis. Yo esta tarde pensaba ir de paseo con mis primos.
—Esas visitas a niños enfermos son muy aburridas —observó Pedro—. Las mamás siempre dan mucho respeto…
—¡Y los papás no digamos! No sabe uno qué decir, ni dónde mirar…
—No importa —insistió Miguel—. Tenemos que ir. ¿Vosotros no habéis estado enfermos alguna vez?
—Sí, yo tuve el sarampión.
—Y yo anginas. Me dolía mucho la garganta.
—¿Verdad que os gustaba que fuesen a veros?
—¡Claro! Como que las tardes se hacían largas, largas, y no acababan nunca. Si viene alguien, te distrae, y entonces…
—¿Lo veis? Pues también Enrique estará deseando que vayamos a hacerle compañía un rato. ¿No somos sus amigos? Para jugar y pasarlo bien, no cuesta nada ser amigos. Pero cuando se quiere de veras a un amigo, no es sólo para jugar, sino siempre, aunque esté enfermo. ¡Como yo soy amigo de Enrique, yo iré a verle!
Luis y Pedro no contestaron, porque todavía tenían sus dudas. Sí, aquello de los amigos era cierto. Pero, ¡vamos!, ponerse enfermo es una ocurrencia demasiado fastidiosa… ¿Qué culpa tenían ellos?
Miguel fue aquella misma tarde a casa de Enrique. Le encontró en la cama, muy aburrido. Tenía unas décimas de fiebre y su mamá no le dejaba moverse:
—¡Cuidado! ¡No te destapes! ¡No saques las manos…!
Al verle, se alegró mucho.
Miguel le traía un precioso libro de cuentos recién comprado que tenía una coloreada portada y muy bellas ilustraciones en su interior. Creo que se llamaba “Cuentos con moraleja”
—Lo leeré cuando esté mejor, ¿sabes? Ahora no me dejan…
Estuvieron hablando un rato. Poco rato, porque cuando un niño está enfermo fácilmente les viene dolor de cabeza. Por último, Miguel se despidió de su amigo, sin éste preguntarle antes por Pedro y Luis.
—Por cierto, ¿dónde están Pedro y Luis?
—Ellos mismos te lo contarán. Le respondió.
¡Qué listo es Miguel! Había adivinado que sus dos compañeros seguirían su ejemplo. Y no se equivocó, porque al día siguiente se presentó Luis a visitar a Enrique, y al otro, Pedro. Así, entre los tres, hicieron más llevadera la enfermedad de su amigo. Cada día, tenía la ilusión de recibir la visita de uno de ellos. Pasaba las horas esperando… hasta que llegaba el amigo, y le entretenía un rato. Y así durante una semana. Como a mí no me veían, aprovechaba para ponerle mi termómetro invisible. Los últimos días ya no tenía fiebre.
El lunes siguiente, Enrique pudo salir a la calle y volver al colegio. En el recreo se encontró con Miguel, Pedro y Luis. Después del ¿cómo estás? de rigor, Enrique les dijo:
—¡Vosotros sí que sois amigos de verdad!
Amigos de verdad, porque se habían preocupado de visitarle cuando estaba enfermo. Pedro y Luis sonrieron, halagados; pero ellos sabían que, en el fondo, aquella buena acción la debían al ejemplo de Miguel, mi capitán.
Me he enterado por otros compañeros míos que hay niños que son realmente malvados, egoístas y no tienen buen corazón…. San Pedro también me lo ha comentado varias veces. ¿Y tú? ¡Sí, tú! El que ahora está leyendo estas líneas, ¿le das mucho trabajo a tu ángel de la guarda? ¿Visitas a tus amigos cuando están enfermos? Afortunadamente todavía quedan algunos “migueles” a quienes les gusta hacer de capitanes y llevar a sus amigos por el buen camino.