Cuentos con moraleja: "Dios no se arrepiente de lo que hizo"
Había un puente que atravesaba un gran río. Durante la mayor parte del día, el puente permanecía abierto de modo que los abundantes barcos que pasaban pudiesen navegar libremente. Pero a determinada hora, los carriles bajaban colocándose en forma horizontal a fin de que algunos trenes pudiesen cruzar el río. Desde una pequeña cabina que había a un lado del puente, un hombre accionaba los controles para que el puente bajara cuando, desde lejos, el silbido que anunciaba la cercanía del tren, le avisaba que estaba para llegar.
Una noche, el operador estaba esperando el último tren para activar los controles y bajar el puente; vio a lo lejos las luces del tren y esperó a oír el silbido para bajarlo. Cuando se dirigió al cuadro de mandos advirtió horrorizado que los controles no funcionaban correctamente y que el pulsador que accionaba la apertura y cierre del puente estaba cortocircuitado. Si no hacía algo rápidamente el tren caería irremediablemente al río.
El tren de la noche solía traer muchos pasajeros a bordo por lo que muchas personas perecerían irremediablemente en el accidente. Había que hacer algo. El hombre abandonó rápidamente la cabina de control, y se fue hacia una palanca manual que accionaba todo el mecanismo.
Con gran esfuerzo manipuló la palanca y consiguió que el puente bajara. Debía mantenerla en dicha posición hasta que el tren cruzase el puente. Muchas vidas dependían de la fuerza y de la serenidad de aquel hombre. Fue entonces cuando escuchó un sonido que provenía de la cabina de control y que hizo que se le helara la sangre.
—Papá, ¿dónde estás? Escuchó repetidas veces.
Su hijo de tan sólo cuatro años de edad estaba cruzando el puente buscándole. Su primer impulso fue gritar “corre, corre” pero se dio cuenta que las diminutas piernas de su pequeño jamás podrían cruzar el puente antes de que el tren llegase. El operador estuvo a punto de soltar la palanca para correr tras su hijo y ponerlo a salvo, pero comprendió que no tendría tiempo para regresar y sostener la palanca. Tenía que tomar una decisión: o la vida de su hijo o la vida de todas aquellas personas que iban en el tren.
La velocidad con que venía el tren impidió que los cientos de pasajeros que iban abordo se diesen cuenta del cuerpo de un niño que había sido golpeado y arrojado al río por el tren. Tampoco fueron conscientes de los sollozos y dolor de un hombre, aferrándose todavía a la palanca a pesar que el tren ya había cruzado. Ni mucho menos vieron a ese hombre deambulando por el puente en dirección a su casa a decirle a su esposa cómo había muerto su hijo.
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Este cuento se ha escrito para honrar a todas aquellas personas que renuncian diariamente a vivir su propia vida— padres, sacerdotes, militares… —,y con una intención más profunda, para honrar a un Padre que prefirió perder a su Hijo antes de que todos pereciéramos.
Después del hecho, este padre mantendría en su mente el triste recuerdo de lo acontecido durante muchos años. Puede incluso que en algún momento de tristeza, que la vida siempre presenta, se arrepintiera de la decisión tomada. ¿Creen que se lo agradecieron muchas personas? Fue una decisión acertada pero muy difícil.
¿Pero acaso alguno ha pensado en alguna ocasión que Dios Padre se arrepintiera de la decisión que tomó? Por el poco agradecimiento de los que hemos sido salvados por la muerte de su Hijo, cualquiera podría pensar que Dios se habría arrepentido. Pero no, Dios nunca se arrepintió. El amor que nos tiene es tan grande que aunque fuera por una sola persona habría entregado a su Hijo.
Esta decisión de Dios nos tendría que hacer pensar un poco más a los hombres, y hacernos tomar conciencia de cuánto le costamos a Dios y cuánto Él nos ama. Lo que se hace difícil es entender la apatía del hombre y el poco agradecimiento mostrado ante tal acción. Parece como que, pasados ya dos mil años de los hechos, ya nadie se acordara de esta tremenda historia.