Cuentos con moraleja: "Las lágrimas de la Luna"
El presente cuento está dedicado a mi hermana Araceli, para que los sufrimientos presentes le ayuden a fabricar una hermosa perla que le haga bellísima y muy valiosa a los ojos de Dios Nuestro Señor.
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La leyenda dice que las ostras son lágrimas de la Luna. Quizá la metáfora tenga algo de verdad, ya que las perlas son producto del dolor de una ostra.
Marina era una ostra que vivía en el fondo de los mares que bañan Tampico (México). No era un caracol. Marina era un animal de profundidad y como todas las de su raza, había buscado una roca del fondo marino para agarrarse firmemente a ella. Una vez que lo consiguió, creyó haber encontrado el lugar que le permitiría vivir sin contratiempos el resto de sus días.
Pero el Señor había puesto su mirada en Marina. Y todo lo que en su vida sucediera, tendría como gran responsable al mismo Dios. Porque Dios en su misterioso plan para ella, había decidido que Marina fuera valiosa. Ella simplemente había deseado ser feliz.
Y un día el Señor colocó en Marina un granito de arena. Fue durante una tormenta de profundidad; de esas que casi no provocan oleaje de superficie, pero que remueven el fondo de los océanos. Cuando el granito de arena entró en su existencia, Marina se cerró violentamente. Así lo hacía siempre que algo entraba en su vida. Todo lo que entraba en su vida es atrapado, integrado y asimilado. Y si esto no es posible, se expulsaba hacia el exterior el objeto extraño.
Pero con el granito de arena Marina no pudo hacer lo de siempre. Bien pronto constató que aquello era sumamente doloroso. Lejos de desintegrarse el grano de arena, más bien la lastimaba a ella. Quiso entonces expulsar ese cuerpo extraño, pero no pudo.
Ahí comenzó el drama de Marina. El granito de arena no era digerible ni expulsable. Lo que Dios le había mandado pertenecía a aquellas realidades que no se dejan integrar, y que tampoco se pueden suprimir. Y cuando trató de olvidarlo, tampoco pudo (el dolor que Dios envía es imposible de olvidar o de ignorar).
Frente a esta situación se hubiera pensado que a Marina no le quedaba más que un camino: luchar contra su dolor, rodeándolo con el pus de su amargura, generando un tumor que terminaría por explotarle envenenando su vida y la de todos la que la rodeaban. Pero en su vida había una hermosa cualidad. Era capaz de producir sustancias sólidas.
Normalmente las ostras dedican esta cualidad a su tarea de fabricarse un caparazón defensivo, rugoso por fuera y anacarado por dentro. Pero también pueden dedicarlo a la construcción de una perla. Y eso fue lo que realizó Marina. Poco a poco, y con lo mejor de sí misma, fue rodeando el dolor que Dios le había mandado, fabricando una hermosa perla.
Muchos años después de la muerte de Marina, unos buzos bajaron hasta el fondo del mar y encontraron una hermosa perla que al verla brillar con todos los colores del cielo y del mar, nadie preguntó si Marina había sido feliz, simplemente supieron que era valiosa. Fue una perla tan extraordinaria que la engarzaron en el Rosario de una imagen de la Virgen de la Esperanza; aquella que nos invita a nunca desesperar. Y allí, para ejemplo y recuerdo de todos, se encuentra el maravilloso fruto del sufrimiento de Marina.
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La gran mayoría de nosotros tiende a expulsar el sufrimiento que le llega, y con ello, perdemos la oportunidad de transformarnos en valiosas perlas a los ojos de Dios. El mismo Jesucristo tuvo que soportar esta prueba: “Aparta de mí este cáliz”. Pero inmediatamente después tuvo valor para añadir: “…pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Jesucristo nos enseñó a abrazar el sufrimiento y a cubrirlo con nuestra propia virtud.
Cada vez que el sufrimiento se acerque a nuestras vidas, no lo veamos como algo con lo que tenemos que luchar, sino como una preciosa oportunidad que Dios nos brinda para convertirlo en una valiosa y bella perla que luego pueda ser puesta cerca del corazón de nuestra Madre del Cielo.