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Rezando por nuestros difuntos: El Purgatorio

Escrito por P. Carlos Prats. Publicado en Teología y Catecismo.

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El Purgatorio es la obra maestra de la justicia y de la misericordia de Dios. San Juan en el Apocalipsis nos dice que nada manchado puede entrar en la Jerusalén celeste, esto es, en el Paraíso (Apocalipsis 21, 27)

Pocas son, sin embargo, las almas privilegiadas que llegan al momento supremo de la muerte con la inocencia bautismal. El Espíritu Santo nos dice que aun el justo peca siete veces, o sea, muchas (Proverbios 24, 16). Todos faltamos y nos manchamos con muchas culpas, si no mortales, por lo menos veniales. Es cierto que con el arrepentimiento y con los Sacramentos podemos obtener el perdón de la misericordia divina, pero queda siempre la pena temporal que pagar. Para ello no es suficiente la pequeña penitencia que nos impone el confesor y las pocas penitencias y mortificaciones que nosotros mismos hacemos voluntariamente. Además, ¿quién nos asegura que en el momento de la muerte podremos lavar todas las culpas, aun las veniales, con una buena confesión? Desgraciadamente, aun cuando –como esperamos– nos presentemos delante del tribunal de Dios sin culpas graves, tendremos todavía muchas deudas que pagar y muchas imperfecciones que purificar.

¿Y entonces? La justicia de Dios no nos puede admitir, imperfectos como estamos y manchados, a la bienaventuranza eterna, al goce purísimo de su visión. ¿Nos rechazará entonces como rechaza de sí a quienes mueren en pecado mortal y son condenados al fuego eterno? No. Si la justicia de Dios es infinita, también lo es su misericordia. He ahí el Purgatorio, donde las almas muertas en gracia de Dios, pero llenas aún de escorias, imperfecciones y deudas temporales que pagar, encuentran el modo de purificarse y de hacerse dignas del premio eterno. Agradezcamos a Dios este gran don que es el último de la cadena preciosa de su misericordia infinita y que un día nos permitirá subir puros y limpios al cielo.

Almas-del-Purgatorio CEl culto a los difuntos y por tanto la creencia en un lugar de expiación y purificación de las almas en el más allá, se remonta no solo a los orígenes de la Iglesia, sino aun a los comienzos de la humanidad. Esta creencia se encontraba ya entre los pueblos paganos, como lo atestiguan los mayores escritores antiguos: Homero, Esquilo, Sófocles, Platón, Virgilio y las antiquísimas inscripciones funerarias.

Entre los hebreos por otra parte la doctrina es afirmada manifiestamente en la Sagrada Escritura, en la que se narra que Judas Macabeo, después de la conquista de Yamnia, hizo una colecta de doce mil dracmas de plata con la que se ofrecieron sacrificios a Dios en sufragio de los difuntos. Y el texto sagrado subraya: «Es pensamiento santo y saludable orar por los difuntos, para que les sean perdonados sus pecados» (2 Macabeos 12, 46).

También en el Nuevo Testamento se encuentran testimonios bastante claros de esta doctrina. Jesús habla de pecados que no podrán perdonarse en esta vida ni en la otra (San Mateo 12, 31-32), de lo cual ya los Santos Padre deducen que hay pecados (veniales) que pueden purificarse y perdonarse después de la muerte. Además San Pablo (I Corintios 3, 10-15) habla de obras imperfectas (pecados veniales) que serán expiadas y purificadas en el fuego, después de la muerte. Esto evidentemente, no puede suceder en el infierno, sino solamente en el Purgatorio.

Es imposible dar cuenta aquí de todos los testimonios de los Padres y escritores eclesiásticos que dan fe de esta doctrina desde los comienzos de la Iglesia. Por otra parte, tales testimonios no puede negarlos nadie; son dominio perenne de la tradición, tradición que el Concilio de Trento recogió, Sesión 25, proclamando la existencia del Purgatorio y la obligación de los fieles de hacer sufragios por los difuntos que están expiando allí sus pecados. Gran consuelo para nuestro corazón. Consuelo también para nosotros que un día podremos purificarnos de los residuos de toda culpa y fragilidad y que hoy podemos y debemos unirnos con la oración a nuestros seres queridos difuntos y ayudarlos con nuestros sufragios.

Las penas del Purgatorio

La tradición de los Santos Padres y la enseñanza ordinaria de la Iglesia hablando de las penas del Purgatorio usan expresiones tales que deberían estimularnos a evitar aun el pecado más pequeño, no solo por ser ofensa a Dios a quien debemos amar sobre todas las cosas, sino también porque será castigado por Él severamente.

Además esta enseñanza debiera movernos a tener misericordia de las pobres almas purgantes que gimen entre tantos tormentos. San Agustín nos asegura que la pena más pequeña del Purgatorio sobrepasa las penas más grandes que se pueden sufrir en la tierra; y añade que el fuego de este mundo, comparado con el que atormenta a las almas purgantes, puede considerarse como fuego pintado.

¡Dios mío!, ¿cuál es la razón de estos tormentos? El Señor ama a aquellas almas y desea que se purifiquen cuanto antes de sus manchas y se hagan puras, bellas, dignas de su abrazo paterno y de sus goces infinitos. Así pues, es el amor lo que alimenta el fuego del Purgatorio. Un amor doble: el amor de Dios que quiere purificar aquellas almas y el amor de las almas que desean ardientemente expiar sus culpas para hacerse finalmente dignas de unirse para siempre a su bien infinito.

Ante esta doctrina de la Iglesia, dos sentimientos deben conmover fuertemente nuestro ánimo: por una parte hemos de tener un gran horror al pecado, aun venial, pensando que con él ofendemos a nuestro Señor y merecemos sus terribles castigos; por otra parte debemos ofrecer nuestros dolores, nuestras expiaciones, para sufragar a aquellas almas santas que se encuentran en tantos tormentos y que un día, llegadas al Paraíso eterno, serán intercesoras poderosas en nuestro favor ante Dios, a cuya vista beatificante habrán llegado con nuestra ayuda.

Más sobre las penas del Purgatorio: La pena de daño

Además de la pena de sentido de que hemos hablado en la meditación precedente, las almas purgantes sufren otra pena mucho más grave, que los teólogos suelen llamar la pena de daño. San Juan Crisóstomo escribe que la pena de daño, esto es, la necesidad ardiente e insatisfecha de unirse al Sumo Bien, constituye para las almas purgantes un tormento mucho más angustioso que el fuego de cien infiernos. ¿Por qué? Pues porque las almas, liberadas de su envoltura terrena que impedía ver en toda su luz las verdades eternas, sienten un impulso incesante e irresistible de unirse con Dios; pero viendo sus manchas e impurezas, experimentan una angustia terrible por no poder dar rienda suelta a ese su ferviente deseo, por no poder sumergirse en los abismos inefables de la bienaventuranza eterna. Aman a Dios con un amor inmenso, anhelan unirse a Él, pero se ven rechazadas por la justicia divina hasta que hayan expiado plenamente sus culpas. Para tener una pálida idea de este angustioso e insatisfecho deseo, pensemos en el dolor vivísimo que experimentaban los santos después de su conversión, cuando volvían con la mente a los pecados cometidos, aunque fuesen ligerísimos. Lloraban delante del Crucifijo lágrimas ardientes de dolor y de amor; se infligían penas largas y terribles para expiar sus defectos y como San Luis Gonzaga, llegaban hasta a desvanecerse a los pies del confesor con el pensamiento de pequeños pecados veniales, que quizás no eran ni siquiera pecados.

Y nosotros, ¿qué hacemos para evitar ofender a Dios, para purificar nuestras faltas con el arrepentimiento y las penitencias? Recordemos que la justicia divina debe ser satisfecha en esta vida o en la otra. Si no lo hacemos ahora, lo haremos con penas inmensamente mayores en el Purgatorio, donde no tendremos ya el beneficio de los Sacramentos y de las indulgencias.

Santa Francisca Romana, como se narra en su vida, tuvo una célebre visión sobre el Purgatorio. Lo vio dividido en tres partes:

La primera es la más lejana del cielo y casi limítrofe con el infierno. En ella están penando atrozmente dos clases de personas: los mundanos que habiendo cometido graves culpas retardan hasta la muerte su conversión completa; y además las almas consagradas a Dios, para las cuales aún las culpas más ligeras, las faltas, la vida tibia, las ingratitudes a la gran vocación recibida, constituyen una grave cuenta que pagar ante la justicia divina.

La región intermedia es la más poblada. En ella las penas de sentido son aún indecibles y el deseo ardiente de purificarse y unirse a Dios es tan intenso que hace gemir a aquellas almas angustiadas, las cuales sin embargo, no solo están resignadas a sufrir, sino que anhelan aún sufrimientos todavía mayores para poder purificar del todo sus manchas que las tienen separadas de Dios.

La tercera región es la más cercana al Cielo. En ellas las almas son más santas y más puras. Las penas de sentido para ellas son más ligeras y apenas existen. Pero la incoercible nostalgia de Dios las hace arder en una llama espiritual y las apremia de tal modo, que todo instante de separación les parece una eternidad.

Si yo muriese en este momento, ¿a qué región del Purgatorio iría a parar? No lo sé, pero lo que sí sé con certeza es esto: que debo evitar toda mínima ofensa de Dios; que debo expiar con la oración y la penitencia las culpas pasadas; y que debo ayudar a las almas purgantes, siendo esto una obra de misericordia entre las que más agradan a Dios.

Las alegrías de las almas purgantes.

Don Alberione en su libro titulado “Por nuestros queridos difuntos”, escribe: «Se pena en el Purgatorio, se pena en el infierno; pero hay diferencias esenciales entre uno y otro. El infierno es eterno; el Purgatorio, temporal. En el infierno no hay esperanza de salvación; en el Purgatorio es la segura certeza del Paraíso. El infierno es el estado definitivo de un alma odiada y repudiada por Dios; el Purgatorio es el estado transitorio de un alma amada y esperada por Dios en el Cielo. El infierno es un sufrir desesperado y sin beneficio; el Purgatorio es un sufrir para entrar dignamente en el cielo. El infierno tiene la maldición eterna de Dios; el Purgatorio, la bendición paterna del Señor. El infierno está bajo el dominio de la justicia rigurosa y pura; el Purgatorio, de la justicia que obra la misericordia. El infierno, lugar de los condenados; el Purgatorio, lugar de los que se salvan». Y continúa examinando los tres motivos principales de la alegría de las almas purgantes, aun en medio de los más atroces tormentos.

El primer motivo de alegría de las almas en el purgatorio es saberse seguras de su salvación eterna, de estar confirmadas en gracia y de estar en la imposibilidad de pecar más. Ningún santo, hasta no acabar esta peregrinación terrena tiene esta suavísima certidumbre que hace deseables los dolores de las almas purgantes.

El segundo motivo de alegría: las almas se ven a sí mismas impuras, manchadas, necesitadas de purificación y por esto se alegran de sufrir para hacerse dignas de Dios y de sus gozos.

El tercer motivo es el amor ardiente que tienen hacia Dios. El amor no mide, no siente el sacrificio; más aún, lo desea, porque se sabe que es un medio necesario para unirse al objeto amado. Las almas purgantes aman ardientemente su Bien Supremo, por lo cual el sufrir por Él y para unirse a Él se les convierte, en medio de tantos sufrimientos, en una alegría inefable.

¡Oh si amásemos también nosotros a Dios como ellas le aman! Rechazaríamos con horror toda culpa, abrazaríamos con plena resignación los dolores y las angustias de esta vida en expiación de nuestros pecados y ofreceríamos muchos sufragios para que aquellas almas santas puedan apagar finalmente su incoercible deseo de unirse a su Bien infinito.

Santa Catalina de Génova en su admirable tratado sobre el Purgatorio escribía: «El alma purgante es feliz en su estado, pero feliz como el mártir sobre la pira; feliz con una felicidad sobrenatural, pura, que el mundo no puede comprender. Como el mártir que se deja matar antes que ofender a Dios, que se siente morir, pero desprecia la muerte por el ardor amoroso que tiene hacia Dios, de la misma manera el alma purgante, sabiendo que Dios lo quiere y lo manda así, le ama y está jubilosa y feliz de que Dios trabaje, acrisole y purifique su espíritu con el dolor».

Un día, Santa María Magdalena de Pazzi, arrebatada en éxtasis, tuvo una visión tan terrible del Purgatorio que la hizo palidecer, llorar y gritar: misericordia. De repente vio que entre aquellas almas purgantes estaba la de un hermano suyo muerto hacia poco tiempo y exclamó: “¡Pobre alma de mi hermano, cuánto sufres! Y sin embargo veo que estás consolado; ardes y estás contento porque sabes que estas penas son el camino que lleva a la felicidad eterna”.

La Comunión de los Santos y las almas del purgatorio.

La Comunión de los Santos es uno de los dogmas más consoladores de la religión católica. Por él sabemos que la Iglesia militante, purgante y triunfante forman una sola familia, cuyos miembros están unidos entre sí con los vínculos de la caridad divina. De la misma manera que los santos del cielo nos aman y ruegan por nosotros y por las almas del Purgatorio, así las almas purgantes nos aman e interceden por nosotros y nosotros igualmente debemos amarlas y orar por ellas.

virgen del carmen purgatorio CLas almas de nuestros muertos, ya estén en el cielo como bienaventuradas, ya expíen en el fuego del Purgatorio, viven unidas a nosotros, piensan en nosotros, nos aman, ruegan por nosotros. Entre nosotros y nuestros difuntos hay una unión admirable, invisible, pero real; un intercambio de pensamientos, afectos, oraciones. Se dan todos los elementos de una amistad verdadera y eterna. ¡Qué consolador es este pensamiento! Nosotros no hemos perdido nuestros seres queridos, que han muerto con el beso del Señor. Están allá arriba y nos miran, piensan en nosotros, nos esperan. Otro tanto debemos hacer nosotros; pensar en ellos, amarlos, rogar por ellos.

El fundamento de la devoción a los fieles difuntos es este dogma consolador de la Comunión de los Santos. La Iglesia universal, ya sea que camine todavía sobre la tierra, ya sea que arda entre las llamas purificadoras del Purgatorio, ya triunfe en los gozos eternos del Cielo, forma el Cuerpo Místico en el cual circula la vida divina de Jesús. Esta vida no se extingue con la muerte. Por eso las almas de nuestros difuntos muertos en la gracia del Señor son miembros vivos unidos al Cuerpo Místico de Jesús. Ahora bien, así como en el cuerpo humano cada miembro no vive una vida separada, sino unida y ordenada al bien de todo el cuerpo, igualmente en el Cuerpo Místico de Jesús todos los miembros, ya pertenezcan a los viadores de este exilio terrestre, a las almas purgantes o a los bienaventurados del cielo, deben ayudarse mutuamente, de modo que cooperen al bien común en Cristo Nuestro Señor. Todo esto, ciertamente, lo hacen los bienaventurados en el cielo y nuestros fieles difuntos en el Purgatorio; pero el sentido común quiere también que lo hagamos nosotros manteniéndonos unidos por el amor, el ofrecimiento y la plegaria con nuestros difuntos.

Recordemos, sin embargo, que esto se nos hace imposible si caemos en pecado mortal y extinguimos en nosotros la vida divina, esa vida sobrenatural que circula en el Cuerpo Místico de Cristo. ¡Pobres de nosotros! En este caso, nos convertiremos en sarmientos separados y muertos, en miembros corrompidos. Ya no seremos hermanos de los bienaventurados, ni de las almas purgantes, sino que seremos leños secos, destinados a alimentar las llamas eternas del infierno.

Obligación y manera de hacer sufragios por los difuntos.

Hacer sufragios por los difuntos es ante todo un deber de naturaleza. Ellos son nuestros hermanos. ¿Podemos ver acaso a uno que gime entre los dolores más atroces y no experimentar un sentimiento de misericordia y piedad hacia él? Y si tenemos el modo de ayudarlo, ¿no debemos hacerlo? Pues bien, las almas purgantes se encuentran en esta dolorosa condición; arden en amor de Dios sin poder unirse a Él; y nosotros tenemos el modo de poderlos socorrer con nuestras oraciones y buenas obras. Además, es un deber de religión. Esas almas han sido redimidas, al igual que nosotros, con la preciosa sangre de Jesús; y el Señor nos dice que la misma medida que usemos con los otros, se empleará algún día con nosotros mismos. Algún día también nosotros nos encontraremos en el Purgatorio y tendremos necesidad de sufragios. Si ahora los hacemos por los difuntos, algún día habrá quien los haga por nosotros. Bienaventurados los misericordiosos porque conseguirán misericordia, nos dice Jesús.

Cuando nos presentemos delante de su tribunal para dar cuenta de toda nuestra vida, Él considerará como hecho a sí mismo lo que hayamos hecho por los pobres, hambrientos,  desnudos, peregrinos..., y solamente si hemos sido misericordiosos con ellos, Él nos acogerá en el reino de los cielos.

Ahora bien, las almas del Purgatorio son más desgraciadas que los pobres, hambrientos,  sedientos, desnudos y peregrinos de este mundo. Están hambrientas y sedientas de Dios. Están llenas de llagas y de manchas por los pecados cometidos y languidecen lejos de la casa paterna.

Es, por último, un deber de justicia. Algunas de aquellas almas son nuestros abuelos, padres,  hermanos, amigos, bienhechores… Quizá se encuentran en aquel lago de dolor porque nos han amado demasiado, porque han querido acumular dinero para nosotros o porque han cedido a nuestros malos ejemplos. En estos casos, nos debe mover no solo un motivo de caridad, sino una razón de justicia que nos obliga a ofrecer por ellos nuestros sufragios.

¿Cómo ayudar a nuestros difuntos?

Son muchas las maneras con las que podemos ofrecer sufragios por nuestros difuntos:

Con la oración. Este es un medio fácil, posible a todos. Rezando por nuestros muertos nos sentimos unidos a ellos. Nuestro corazón experimenta alivio y nuestra alma está más segura de recibir de ellos la correspondencia eficaz; porque las oraciones que ellos hacen por nosotros serán todavía más agradables a Dios.

misa-almas-purgatorio CCon la santa Misa, ofrecida en sufragio por ellos. Ofreciendo el sacrificio eucarístico, ya no somos nosotros solos los que rezamos, sino que Jesús mismo se une a nosotros y se ofrece a sí mismo como víctima de expiación para la purificación de las almas purgantes. Por esto la Santa Misa tiene un valor infinito y bastaría una sola para vaciar el Purgatorio. Pero la aplicación de este valor infinito es limitada siempre, conforme a los arcanos designios de Dios. Sin embargo, es cierto que ningún otro medio es más eficaz en orden a sufragar a los fieles difuntos;

Con las obras buenas ofrecidas a este fin. Toda acción virtuosa, además del mérito, tiene un poder expiatorio por las deudas contraídas con Dios. Entre estas buenas obras que podemos ofrecer por las almas del Purgatorio notemos de modo particular: la Sagrada Comunión, las penitencias voluntarias, los inevitables dolores de la vida presente sufridos con resignación, los actos de paciencia, de sumisión a la voluntad de Dios, de misericordia; los actos de caridad espiritual y corporal; las indulgencias, ya plenarias, ya parciales, y en particular, la limosna.

¡Cuántos modos tenemos a nuestra disposición para aliviar a aquellas almas santas de sus penas y hacerlas cuanto antes, nuestras intercesoras en la gloria del Paraíso! Estas buenas obras nos ayudan a nosotros al mismo tiempo que a ellas. A nosotros, que con la Sagrada Comunión nos unimos siempre más estrechamente a Dios; con las limosnas nos despegamos de las riquezas y purificamos nuestro corazón de los afectos a las cosas terrenas; con las penitencias y mortificaciones domamos nuestros apetitos desordenados y nuestras pasiones. Y al mismo tiempo ayudan también a esas almas por quienes ofrecemos su valor satisfactorio, para que puedan purificarse cuanto antes de sus manchas y gozar de la alegría inefable de la visión beatifica de Dios.

A nosotros mismos nos es útil la devoción a las almas del Purgatorio.

El ofrecer sufragios por los fieles difuntos es un pensamiento santo y saludable, como dice la Sagrada Escritura (2 Macabeos 12, 46); y no solamente es santo y saludable para ellos, sino también para nosotros. Esto principalmente por dos razones:

Ante todo, la piedad para con nuestros queridos muertos, propone a nuestra consideración que todos los pecados, aunque sean veniales, y todas las negligencias, descuidos, tibiezas, nos harán sufrir penas terribles algún día en aquella cárcel de fuego; y por esto nosotros nos sentimos aguijoneados a una vida más santa y fervorosa.

En segundo lugar, sabemos que las almas del Purgatorio son santas y se encuentran en la antecámara del Paraíso, adonde quieren llegar cuanto antes, pero del que están alejadas por ahora a causa de sus manchas que deben purificar. Si nosotros con nuestros sufragios podemos anticipar, aunque solo sea una hora, su entrada en la bienaventuranza celestial, ciertamente ellas intercederán por nosotros ante Dios en todos los momentos de nuestra vida y de modo particular en el instante decisivo de nuestra muerte. Tendremos nuevos intercesores ante Dios, los cuales, por un deber particular de gratitud implorarán para nosotros todas las gracias que necesitemos.

Tiene razón San Ambrosio cuando escribe: «Lo que hacemos por los difuntos redunda en nuestro propio bien y después de nuestra muerte lo recibiremos duplicado». Gran consuelo para nosotros; mientras ayudamos a nuestros queridos difuntos a subir cuanto antes a los gozos eternos del Cielo, podemos tener la confianza plena de que algún día también nosotros, con su poderoso patrocinio, podremos ir a reunirnos con ellos en la Patria Celestial.

Se lee en la vida de San Juan de Dios, que un día, encontrándose en grandes apreturas para mantener a los muchos enfermos que tenía en el hospital, se dio a recorrer las calles de Granada y los alrededores gritando: «Queridos hermanos, haceos limosna a vosotros mismos». Muchos estaban asombrados de aquellas palabras, pero el santo, inflamado en el amor de Dios y del prójimo, explicó sus palabras diciendo que lo que hacemos por los pobrecitos y los infelices, Jesús lo tiene como hecho a sí mismo, y por tanto, otorga al donante las recompensas más grandes. Ahora bien, las almas del Purgatorio son pobres, están necesitadas, y además, son santas; lo que hacemos por ellas, ciertamente se nos toma en cuenta para nuestro bien.

En la vida de Santa Margarita de Cortona, que tuvo una vivísima devoción por los fieles difuntos, se lee que en la hora de la muerte vio un tropel de almas bienaventuradas descender del Cielo para acompañarla en su ascenso al Paraíso. Eran las numerosas almas que la santa había librado de las penas del Purgatorio con sus numerosos sufragios.

En la vida del Santo Cura de Ars se lee que un día dijo a un sacerdote que había venido a consultarle: “¡Oh, si supieses qué grande es el poder de las santas almas del Purgatorio sobre el mismo Corazón de Dios, y si conocieras las gracias que podemos obtener por su intercesión, desde luego que no serían olvidadas! Oremos mucho por ellas y ellas intercederán mucho por nosotros”.

De Santa Brígida se lee que en uno de sus éxtasis oyó decir a las almas purgantes en alta voz: «Señor, Dios omnipotente, dad el ciento por uno a aquellos que nos ayudan con sus oraciones y os ofrecen sus buenas obras para hacemos gozar de la luz beatífica de vuestra divinidad».

 Además, en la vida de Santa Catalina de Bolonia se lee: «Cuando quiero obtener alguna gracia de nuestro Padre celestial recurro a las almas del Purgatorio, les suplico que presenten a la divina Majestad mi petición en su nombre, y por su intercesión soy escuchada».

Estos ejemplos de los santos nos deben mover a una grande y confiada devoción a las almas del Purgatorio. Ofreciendo sufragios por ellas debemos pedirles que nos obtengan todos los favores que necesitemos; pero sobre todo, las gracias necesarias para la salvación eterna de nuestra alma.

Las indulgencias

Entre los distintos medios con los que podemos satisfacer a la justicia divina, ofendida por nuestros pecados y por los de los fieles difuntos, hay que enumerar las indulgencias. Desgraciadamente, son pocos los cristianos que conocen la verdadera naturaleza de las indulgencias y que se entregan con la premura debida a adquirirlas con las condiciones necesarias.

La indulgencia, según el canon 911 del Derecho Canónico, se define: «El perdón ante Dios de la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, la cual concede la autoridad eclesiástica del tesoro de la Iglesia; a los vivos a modo de absolución y a los difuntos a modo de sufragio». Sobre todo, se requiere el estado de gracia que obtienen los pecadores por medio de la confesión sacramental o con la contrición perfecta. Pero la confesión sacramental, si está bien hecha, borra el pecado y la pena eterna, no la pena temporal. Esta, es necesario expiarla con la penitencia, la oración, las buenas obras.

¿Cuál es el fundamento teológico de estas indulgencias? Es el tesoro espiritual de que dispone la Iglesia, tesoro que está constituido por los méritos infinitos del divino Redentor, al que se asocian los méritos de la Santísima Virgen y de los Santos. Estos méritos llegan hasta nosotros a través de la Iglesia en razón del consolador dogma de la Comunión de los Santos, según el cual, la Iglesia militante, purgante y triunfante constituyen un solo Cuerpo Místico, cuya cabeza es Jesús.

La Iglesia puede disponer de este inmenso tesoro por la jurisdicción que su fundador le ha dado cuando dijo a Pedro: «Cuanto atares sobre la tierra, será atado en el cielo; y cuanto desatares sobre la tierra, será desatado en el cielo» (Mateo 16, 19). Todo; por tanto, no solo el pecado, sino también la pena. En las indulgencias resplandecen juntamente la misericordia y la justicia de Dios. La justicia, porque se satisface plenamente por los méritos de Jesús. La misericordia, porque estos méritos son aplicados a nosotros pobres pecadores, y a modo de sufragio, también a las almas de nuestros queridos difuntos.

Las indulgencias han sido reguladas y ordenadas a través de los siglos por la autoridad de la Iglesia, la cual, especialmente en el Concilio de Trento, ha sancionado la legitimidad y utilidad para los fieles vivos y difuntos. (Sesión XXV)

La primera indulgencia fue concedida por Jesús mismo al ladrón arrepentido en la cruz, cuando le dijo: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Con estas palabras, el Señor concedió al buen ladrón no solo el perdón de la culpa y de la pena eterna, sino también de la pena temporal.

Las indulgencias pueden ser: plenarias; cuando se perdona toda la pena temporal debida por el pecado; parciales; cuando la Iglesia quiere liberar al pecador de la pena que le sería perdonada cumpliendo la penitencia por un período de tiempo dado.

Con estas indulgencias no se va al laxismo de las costumbres, porque la Iglesia exige siempre que los pecadores se pongan: en estado de gracia de Dios con una santa confesión; que estén verdaderamente arrepentidos. Y además, para obtener la indulgencia plenaria exige también que se quite toda afección y afecto al pecado venial deliberado. Es una ayuda, no una substitución de la virtud y de la penitencia por los pecados. La Iglesia, al conceder las indulgencias no hace otra cosa que seguir el espíritu misericordioso de Jesús, el cual era todo piedad y compasión para con los pobres pecadores. Procuremos atesorar, pues, para nosotros y nuestros difuntos estas larguezas de la Iglesia; observemos las reglas convenientes para adquirir cuantas más indulgencias podamos.