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A Jorgito no le va bien la Cuaresma

Escrito por P. Carlos Prats. Publicado en Teología y Catecismo.

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La Cuaresma de Jorgito no marchaba bien. Nuestro protagonista (que es pequeño, pero no tonto) se dio cuenta de que algo fallaba. Cada día que pasaba se notaba más frio, con mayor dureza de corazón; estaba irascible y distraído. Por si fuera poco, su gran Amigo, Jesús, no se le aparecía en la oración de las noches, y aunque lo buscaba, terminaba durmiéndose en la soledad oscura de su dormitorio. Jorgito andaba preocupado.

Llevaba así desde Miércoles de Ceniza. Ese día, acudió a Misa junto a su familia; como todos los años. Pero, en esta ocasión, se percató de la actitud del resto de feligreses, y en especial, de los niños de catequesis. Obligado por don Antonio a “ponerse las cenizas”, la Santa Misa se convirtió en un vaivén de niños lectores, de risas burlonas ante los atragantos de lectura, y de padres aburridos ojeando el reloj sin pudor alguno, a la espera de que llegara el socorrido “Podéis ir en paz”.

Jorgito se entristeció mucho. Tanto que durante la ruidosa Consagración, prometió al Señor regalarle una buena Cuaresma. “Haré muchas penitencias, Señor. No haré como mis compañeros de catequesis que viven ajenos a ti”. Por eso, esa noche, se dedicó a preparar un plan cuaresmal. Uno en toda regla. Incluyó oración, limosna, ayuno y penitencia. Cuando terminó lo contempló orgulloso. ¡Tenía de todo! El problema es que acabó tan cansado, que se olvidó de despedirse del Señor. Cayó rendido en la almohada.

A la mañana siguiente, comenzó su plan con ilusión. Se levantó temprano sin remolonear en la cama (algo que le costaba mucho), rezó las oraciones de la mañana, desayunó a toda prisa (evitando las galletas de chocolate que tanto apreciaba) y luchó titánicamente por no quejarse cuando su madre le inundó (como todos los días) la cabeza de colonia para peinarlo. “¡Mamá podía resultar a veces muy pesada!”, se dijo molesto.

En el colegio continuó su programa con decisión. Se esforzó en hacer las tareas de clase, intentó mantener la postura en la silla (¡qué difícil era sentarse correctamente!), se ofreció voluntario para borrar la pizarra…

Jorgito se sentía muy bien. “Jesús puede estar contento”, pensaba cada vez que cumplía su propósito. Y así pasaron los días… Nuestro protagonista, que voluntad tiene mucha, llevaba el plan a raja tabla. No obstante, conforme iba avanzando la Cuaresma, comenzó a sentirse más y más cansado. No sabía exactamente qué le ocurría (era difícil de explicar), pero Jorgito había estado demasiadas veces cerca del Señor para comprender que se estaba alejando de Él.

Una tarde, después de la jornada escolar, la mamá de Jorgito colocó en la mesa un postre casero. Le habían regalado en el pueblo una docena de huevos camperos, y como tenía bastantes más reservados en la nevera, decidió hacer unas natillas a sus hijos. Nuestro protagonista, siguiendo su estricto programa, rehusó probarlas. En cambio, el hermano mayor, viendo la oportunidad, pidió permiso para comérselas. “Están riquísimas, mamá”, indicó relamiéndose.

Jorgito se lamentó de que su hermano no estuviera viviendo la Cuaresma de forma tan intensa como él. Esa noche, el niño volvió a llamar al Señor, y de nuevo, solo el silencio acudió a la llamada. En esta ocasión, nuestro protagonista, lloró.

—“¿Dónde estás, Señor?” —exclamó entre sollozos.

En respuesta a su sincera súplica, se le apareció un nuevo personaje. Tenía un porte regio y serio. Se identificó como San Jerónimo:

Hola, Jorgito. El Señor me ha enviado hoy a ti. Quiere que te cuente una historia.

El niño abrió los oídos con atención, como a todos los niños, le encantaban los relatos.

Una Navidad, el niño Jesús se me apareció y me preguntó: “Jerónimo ¿qué me vas a regalar en mi cumpleaños?”. Conmovido, le respondí: “Señor te regalo mi salud, mi fama y mi honor para que dispongas de todo como mejor te parezca”. Pero el Niño Jesús no parecía complacido y añadió: “¿Y ya no me regalas nada más?”. “¡Oh mi amado Salvador!”, exclamé. “Por Ti repartí ya mis bienes entre los pobres. Por Ti he dedicado mi tiempo a estudiar las Sagradas Escrituras… ¿qué más te puedo regalar? Si quisieras, te daría mi cuerpo para que lo quemaras en una hoguera y así poder desgastarme todo por Ti“.

Jorgito comprendía a San Jerónimo, en cierta manera, él también le estaba ofreciendo todo lo que podía. El Santo continuó la historia:

—El Divino Niño me dijo: “Jerónimo: regálame tus pecados para perdonártelos”.

El niño se quedó mirando al Santo. Guardó silencio.

Jorgito, lo que más desea Dios que le ofrezcamos los pecadores es un corazón humillado y arrepentido, que le pide perdón por las faltas cometidas. Déjame mostrarte una escena de tu vida… No muy lejana. Quizás la recuerdes.

San Jerónimo le reveló lo ocurrido durante la comida. Allí estaba él, rehusando las natillas de su madre. Se asustó muchísimo al ver que, al lado suya, había una figura oscura (no muy nítida) susurrándole cosas al oído. En cambio, al otro lado de la mesa, estaba su hermano mayor pidiendo coger el postre rechazado. Tenía a su flanco a su Ángel de la Guarda, que le miraba complacido.

No lo entiendo… —murmuró Jorgito.

Mira mejor. Fíjate en tu hermano. Le dolía mucho la barriga. No le sentó bien el desayuno. Pero se dio cuenta de que tu madre se había esforzado por prepararos ese postre. Por eso, en un acto de amor, quiso coger las tuyas también. Quería que tu madre se sintiera valorada. Ahora, fíjate en ti. Estabas atento solo a cumplir tu plan. Lo hacías por ti. Querías que Dios viera lo mucho que valías. No lo hacías por Amor, sino por orgullo. Por eso, no te diste cuenta del esfuerzo de tu madre… ni tampoco del de tu hermano. Ten cuidado, Jorgito, la soberbia es el pecado más fácil de encubrir. El demonio lo sabe y se aprovecha.

Entonces, ¿abandono el plan cuaresmal? —le preguntó a San Jerónimo preocupado.

No, Jorgito. Vuelve a estudiarlo, pero esta vez, dirígelo con amor. Luego, revísalo con el Señor. Él te dará ideas.

Jorgito hizo lo que le sugirió el gran Santo. A la mañana siguiente, volvió a levantarse rápidamente. Pero esta vez, corrió al cuarto de baño a coger la alfombra del aseo. En los últimos días había notado que su hermano mayor se levantaba de la cama descalzo y acudía al baño sin zapatillas. El suelo estaba muy frío. Sospechó que, puesto que le costaba mucho despertarse, estaba haciendo un esfuerzo cuaresmal por vencer la pereza. Por eso, la colocó con cariño en la parte donde su hermano colocaba el pie. Pensó que agradecería encontrarse esa mañana con una alfombra en vez de una baldosa de mármol congelado.

Luego, durante el desayuno, acudió a la cocina sin llamar la atención para revisar los almuerzos del colegio. Comprobó que mamá había preparado dos sándwiches de jamón y uno de queso. A él le había tocado el de jamón; a su hermana, el de queso. Decidió cambiar los sándwiches. A su hermanita el queso no le gustaba mucho; bueno, a decir verdad, a él tampoco. Pero ofreció esa penitencia por cariño.

Cuando se marchó de casa, se acordó de pedirle a Jesús que le acompañara durante todo el día. “Señor, dame un corazón humilde”, le rogó.

A la hora del recreo, Jorgito rebuscó en su mochila. Cogió el sándwich y lo abrió. Cuál fue su sorpresa al comprobar que el bocadillo era de jamón. Pero, ¿no le había dado el cambiazo a su hermana? Confundido, alzó la mirada y se encontró con los ojos de su hermanita, clavándole con dulzura la mirada. En sus manos, sostenía el sándwich de queso a medio comer.

Y entonces, cayó en la cuenta. Su hermana también hablaba con Jesús por las noches. Y por lo que veía, en el plan cuaresmal, había conseguido llevarle ventaja. La caridad, unida a la oración y penitencia, resultaba imbatible.

Mónica C. Ars

Artículo tomado de www.adelantelafe.com