El Padre Pío tenía una singular, delicada y respetuosa devoción al Ángel Custodio. Su «pequeño compañero de infancia», «el buen Angelito», fue siempre una ayuda para él. Fue el amigo obediente, cumplidor, puntual que, como gran maestro de santidad, ejerció sobre él un estímulo continuo para avanzar en el ejercicio de todas las virtudes.
Su actuación constante y discreta le sirvió de guía, de consejo, de apoyo.
Si, por una rabieta del demonio, le llegaban emborronadas de tinta las cartas de su confesor, sabía qué hacer para poder leerlas, porque «el angelito le había indicado que, cuando llegase la carta, antes de abrirla, la rociase con agua bendita» (Ep I, 321).
Cuando recibía una carta escrita en francés, era el Ángel Custodio el que le hacía de intérprete: «Si la misión de nuestro Ángel Custodio es importante, la del mío es ciertamente más amplia, porque debe hacer también de maestro en la traducción de otras lenguas» (Ep I, 304).
El Ángel Custodio era el amigo íntimo que por la mañana, después de haberlo despertado, alababa con él al Señor: «Por la noche, al cerrárseme los ojos, veo bajarse el velo y abrirse delante el paraíso; y, confortado con esta visión, duermo con una sonrisa de dulce felicidad en los labios y con una gran tranquilidad en la frente, en espera de que mi pequeño compañero de mi infancia venga a despertarme y, de esta forma, elevar juntos las laudes matutinas al Amado de nuestros corazones» (Ep I, 308).